Hace casi 70 años, en plena época de la posguerra en un tiempo donde Japón buscaba reconstruirse durante la era Showa, un monstruo emergió de las profundidades para recordarle al mundo y al pueblo nipón el miedo provocado por los ecos de la Segunda Guerra Mundial, poniendo un espejo de la devastación causada por esta fuerza del destino conocido como Gojira, o Godzilla para los occidentales. De la mente de Ishiro Honda, con la gran música de Akira Ifukube y la personificación de esta criatura a cargo del actor Haruo Nakajima, esta cinta sería representativa para el género kaiju y, años más tarde, para el tokusatsu.
Después de un par de eras y alguna que otra reinterpretación por parte de Hollywood que no ha alcanzado la importancia de la original, Godzilla ha aprendido a mantenerse vigente. Pero después de coquetear con ser un protector de la humanidad más que un implacable destructor, el denominado Rey de los Monstruos adquiere un reinicio que encumbra nuevamente al legendario kaiju, haciéndole honor a sus orígenes pero ofreciendo diferentes lecturas y un gran entretenimiento que se come a grandes mordidas al “monsterverse” de los Estados Unidos con Godzilla: Minus One.
El director y guionista Takashi Yamazaki (Eien no 0, Always: Sunset on Third Street) toma una arriesgada pero sabia decisión al presentarnos un relato donde la guía recae en el factor humano, aquí representado por un piloto kamikaze que huye de su labor al no querer morir en la guerra prácticamente perdida por su nación, Kōichi Shikishima (Ryunosuke Kamiki). Mientras es visto con escrutinio por un jefe de mecánicos llamado Tachibana durante la noche, Godzilla ataca la base donde se encuentran, acabando con todos menos con ellos dos, desatando un sentimiento de culpa ante la falta de acción del piloto.